martes, 23 de abril de 2013

Jiddu Krishnamurti. Sobre el objeto de la vida




De: Vivir de instante en instante.

Como sólo estamos unos pocos, ¿podría sugerir que en vez de hacer una disertación preliminar antes de contestar preguntas, como la última vez, hagamos de ésta una reunión de discusión? Tal vez valga ello más la pena que el que yo pronuncie una alocución formal, etc. ¿Queréis, pues, acercaros un poco?¿Qué tema discutiremos, que valga la pena y sea provechoso? ¿Qué indicaríais vosotros, señores, como tema para ser discutido?

Comentario del auditorio: ¿Por qué anda Ud. en giras?
Krishnamurti: ¿Deseáis realmente discutir por qué yo ando en giras?
Comentario del auditorio: ¿Podríamos discutir el objeto de la vida?
Krishnamurti: ¿Interesa a todos discutir qué objeto tiene la vida; la reencarnación y el karma?
Comentario del auditorio: Sí.
Krishnamurti: Discutamos entonces cuál es el objeto de la vida, y tal vez después abordaremos otros temas.
En primer término, al discutir cualquier tema de esta clase tenemos evidentemente que ser serios y no académicos, eruditos ni superficiales, porque eso a nada nos conducirá. Tenemos, pues, que tratar esto muy en serio, lo cual significa que no podemos simplemente aceptar o rechazar, y que debemos investigar para descubrir la verdad acerca de cualquier tema. Hay que estar atento y no ser académico. Uno tiene que abrirse a la insinuación, y por lo tanto debe tener el deseo de investigar y no simplemente de aceptar la autoridad, ya sea de una tribuna o de un libro, del pasado muerto o del presente. Al discutir, pues, cuál es el objeto de la vida, debemos averiguar qué entendemos por “vida” y qué entendemos por “objeto”; y no se trata de la acepción según el diccionario sino del significado que damos a esas palabras. La vida implica, por cierto, diaria acción, diario pensamiento y sentimiento, ¿no es así? Ella incluye las luchas, los dolores, las ansiedades, los engaños, las zozobras, la rutina oficinesca, la rutina de los negocios, de la burocracia, etc. Todo eso es la vida, ¿verdad? Por vida entendemos no sólo una acción o capa de la conciencia, sino el proceso total de la existencia que es nuestra relación con las cosas, las personas, las ideas. Eso es lo que entendemos por vida, no una cosa abstracta.
Si eso es, pues, lo que entendemos por vida, ¿tiene entonces la vida un objeto? ¿O es porque no comprendemos las modalidades de la vida ‑el dolor, la ansiedad, el temor, la ambición, la codicia de cada día- porque no comprendemos las diarias actividades de la existencia, que necesitamos un objeto, remoto o cercano, alejado o inmediato?.  Necesitamos un propósito para poder guiar nuestra vida diaria un fin. Eso es, evidentemente, lo que entendemos por “objeto”. Pero si yo comprendo cómo he de vivir, el vivir es en sí mismo suficiente, ¿verdad? ¿Necesitamos entonces un objeto? Si yo os amo, si amo a otra persona, ¿no es eso suficiente en sí mismo? ¿Necesito entonces un objeto? No hay duda de que sólo necesitamos un propósito cuando no comprendemos, o cuando queremos una norma de conducta con un fin en vista. Después de todo, la mayoría de nosotros buscamos una norma de vida, una línea de conducta; y la esperamos de otras personas, del pasado, o procuramos hallar en nuestra propia experiencia una forma de comportamiento. Cuando esperamos de nuestra propia experiencia una norma de conducta, nuestra experiencia es siempre condicionada, ¿no es así? Por amplias que sean las experiencias que uno haya tenido, si éstas no disuelven el pasado “condicionamiento”, cualesquiera nuevas experiencias sólo podrán dar mayor vigor a dicho condicionamiento. Ese es un hecho que podemos discutir. Y si esperamos de otra persona, del pasado, de un “gurú”, de un ideal, de un ejemplo, un dechado de conducta, no hacemos más que encajar la extraordinaria intensidad de la vida en un molde, en una horma determinada, con lo cual perdemos la prontitud, la intensidad, la riqueza de la vida.
Debemos, pues, averiguar de un modo muy claro qué entendemos por objeto, si es que hay tal propósito. Podréis decir que existe un propósito: alcanzar la realidad, Dios, o lo que os plazca. Mas para llegar a eso tenéis que conocerlo, tenéis que percibirlo, debéis, tener su medida, su hondura, su significación. ¿Conocemos la realidad por nosotros mismos, o la conocemos tan sólo por la autoridad de otra persona? ¿Podéis, pues, decir que el objeto de la vida es encontrar la realidad cuando no sabéis qué es la realidad? Puesto que la realidad es lo desconocido, la mente que busca lo desconocido tiene primero que estar libre de lo conocido, ¿no es así? Si mi mente está oscurecida, agobiada por lo conocido, sólo puede medir de acuerdo a su propia condición, a su propia limitación, y por lo tanto jamás podrá conocer lo desconocido, ¿verdad?
De suerte que lo que estamos procurando discutir y averiguar es si la vida tiene un objeto, y si ese objeto puede ser medido. Sólo puede ser medido en términos de lo conocido, en términos del pasado; y cuando yo mido el objeto de la vida en términos de lo conocido, lo mediré según mis simpatías y antipatías. El objeto de la vida, por consiguiente, estará condicionado por mis deseos, y por tal causa dejará de ser dicho objeto. Eso, ciertamente, es claro, ¿verdad? Sólo puedo comprender cuál es el objeto de la vida a través del tamiz de mis prejuicios, necesidades y deseos; de otro modo no puedo juzgar, ¿no es así? Así pues, la medida, la cinta, el metro, es un condicionamiento de mi mente, y conforme a los dictados de mi “condicionamiento” decidiré cuál es el objeto. ¿Pero es ese el objeto de la vida? El ha sido creado por mi necesidad, y por lo tanto no es ciertamente el objeto de la vida. Para descubrir el propósito de la vida, la mente tiene que estar libre de medición; sólo entonces puede descubrir, pues de otro modo no hacéis sino proyectar vuestra propia exigencia. Esto no es mera intelección, y si lo ahondáis profundamente veréis su significado. Al fin y al cabo, es de acuerdo a mi prejuicio, a mi necesidad, a mi deseo, a mi predilección, que decido cuál ha de ser el objeto de la vida. Mi deseo, pues, crea ese objeto. Eso, por cierto, no es el objeto de la vida. ¿Qué es más importante descubrir el objeto de la vida o libertar la mente de su propio “condicionamiento”, y entonces inquirir? Y quizá cuando la mente esté libre de su propio condicionamiento, esa misma libertad será el objeto. Porque, después de todo, es tan sólo en la libertad que puede descubrirse cualquier verdad.
El primer requisito es, pues, la libertad, y no buscar el objeto de la vida. Es obvio que sin libertad no se le puede encontrar. Si no estamos liberados de nuestras pequeñas y mezquinas necesidades, de nuestros empeños, ambiciones, envidia y mala voluntad, si no nos vemos libres de esas cosas, ¿Cómo es posible indagar o descubrir cuál es el objeto de la vida? ¿No es, puede importante, que quien investigue el objeto de la vida, averigüe primero si el instrumento de investigación es capaz de penetrar en los procesos de la vida, en las complejidades psicológicas del propio ser? Porque eso es todo lo que tenemos: un instrumento psicológico adaptado a la satisfacción de nuestras propias necesidades. ¿No es así? Y como el instrumento está hecho de nuestros propios mezquinos deseos, como es el resultado de nuestras propias experiencias, inquietudes, ansiedades y mala voluntad, ¿cómo puede semejante instrumento encontrar la realidad? ¿No es importante, por consiguiente, si habéis de investigar el objeto de la vida, que averigüéis primero si el investigador es capaz de comprender o descubrir cuál es ese objeto? Yo no estoy invirtiendo los papeles, pero eso es lo que está implícito cuando inquirimos acerca del objeto de la vida. Cuando hacemos esa pregunta, primero tenemos que averiguar si el que la hace, el inquiridor, es capaz de comprensión.
Ahora bien, cuando tratamos del objeto de la vida, vemos que por vida entendemos el estado extraordinariamente complejo de interrelación sin el cual no habría vida. Y si no comprendemos el pleno significado de esa vida, sus variedades, impresiones, etc., ¿de qué sirve inquirir acerca del objeto de la vida? Si yo no comprendo mi relación con vosotros, mi relación con los bienes y las ideas, ¿cómo puedo proseguir? Después de todo, señor, para encontrar la verdad, o Dios, o lo que os plazca, tengo primero que comprender mi existencia, la vida que hay en mí y en torno mío, pues de otro modo la búsqueda de la realidad se convierte en mero escape de la acción de cada día; y como la mayoría de nosotros no comprendemos la acción cotidiana, como la vida es para nosotros una penosa faena, dolor, sufrimiento, ansiedades, decimos “por el amor de Dios, díganos como huir de eso”. Eso es lo que la mayoría de nosotros deseamos: un narcótico que nos haga dormir para que no sintamos los dolores y las penas de la vida. ¿He contestado vuestra pregunta sobre el objeto de la vida?

Comentario del auditorio: ¿Puede uno decir que el objeto de la vida es vivir rectamente?
Krishnamurti: Se sugiere que el objeto de la vida es vivir rectamente. Señores, yo no deseo hacer uso de argucias, ¿pero qué entendemos por “vida recta”? Tenemos la idea de que vivir de acuerdo a una norma establecida por Shankaracharya, Buda, X, Y o Z, es vivir rectamente. ¿Vivir rectamente es eso? Eso, por cierto, es sólo una conformidad que la mente busca a fin de estar en seguridad, de no ser perturbada.
Comentario del auditorio: Hay un adagio chino según el cual el objeto de la vida es el placer y la alegría de vivir. No es un gozo abstracto sino la alegría del vivir: los placeres del sueño, de la bebida, el júbilo de encontrarse con la gente y conversar, de ir, de venir, de trabajar. El gozo de vivir, de los sucesos de cada día, es el objeto de la vida.
Krishnamurti: No hay duda, señores, de que un júbilo existe. Hay verdadera felicidad en comprender algo, ¿no es así? Si yo comprendo mi relación con mi vecino, con mi esposa, con los bienes por los cuales combatimos, reñimos y nos destruimos unos a otros, si esas cosas las entiendo, de esa comprensión derívase una alegría; entonces la vida en sí es júbilo, riqueza, y con esa riqueza es posible seguir más lejos y más hondo. Pero sin esa base no podéis erigir una gran estructura, ¿verdad? La felicidad, después de todo, sólo llega de un modo natural y fácil cuando no hay rozamientos en nosotros ni en torno nuestro; y los rozamientos cesan tan sólo cuando hay comprensión de las cosas en su verdadera proporción, en sus verdaderos valores. Para descubrir lo que es justo, primero hay que conocer el proceso, el funcionamiento de la propia mente. No siendo así, si no conocéis vuestra propia mente, ¿cómo podéis descubrir el justo valor de cosa alguna?
Estamos, pues, confusos; nuestra interrelación, nuestras ideas, nuestros gobiernos, están realmente confusos. Hay que ser tonto para no ver la confusión. El mundo es un espantoso revoltijo, y el mundo es la proyección de nosotros mismos. Lo que nosotros somos, eso es el mundo. Estamos confusos, terriblemente enredados en ideas, y no sabemos qué es verdadero ni qué es falso; y estando confusos, decimos: “Por favor, ¿cuál es el objeto de la vida? ¿Qué necesidad hay de toda esta confusión, esta miseria?”
Es claro que algunos os darán una explicación verbal de lo que es el objeto de la vida; y si ella os agrada, la aceptáis y moldeáis vuestra vida en consecuencia. Pero eso no resuelve el problema de la confusión, ¿verdad? Sólo lo habéis aplazado, no habéis comprendido lo que es. La comprensión de lo que es ‑la confusión dentro de mí y por lo tanto en torno mío- es por cierto más importante que inquirir cómo comportarse correctamente. Si yo comprendo lo que ha causado esta contusión, y por lo tanto cómo ponerle fin, si comprendo estas cosas, surge de un modo natural una conducta verdadera, afectuosa. Estando, pues, confuso, mi problema no es el de descubrir cuál es el fin u objeto de la vida, ni cómo salir de la confusión, sino más bien el de comprender la confusión; porque si puedo comprenderla, puedo disolverla. El poner fin a la confusión requiere que se comprenda lo que es en cualquier momento dado, y eso exige enorme atención, interés en descubrir lo que es y no simplemente disipar nuestras energías en el desarrollo de nuestra vida, de nuestros propios métodos, de nuestros actos, de acuerdo a una norma determinada, todo lo cual es mucho más fácil porque no consiste en atacar nuestros problemas sino más bien en eludirlos.
Como vosotros, pues, estáis confusos, todo hombre que se convierte en líder, político o religioso, expresa simplemente vuestra propia confusión; y como seguís al líder, él resulta ser la voz de la confusión. Podrá haceros alejar de determinada confusión, pero no os ayudará a resolver la causa de la confusión, y por lo tanto seguiréis confusos; porque vosotros creáis la confusión, y ésta se halla donde vosotros estáis. De suerte que no se trata de cómo salir de la confusión sino de cómo comprenderla; y, comprendiéndola, tal vez hallaréis el significado de todas estas luchas, estos dolores, estas ansiedades, esta constante batalla dentro y fuera de nosotros.
¿No es, pues, importante averiguar por qué estamos confusos? ¿Puede alguien, salvo unos pocos, decir que no está confuso en lo político, en lo religioso, en lo económico? Señores, os basta mirar en torno vuestro. Todo periódico es un reflejo estentóreo de la confusión, las incertidumbres, los dolores, las ansiedades, las guerras que nos amenazan; y la persona cuerda, reflexiva, que procura en serio hallar salida de esta confusión, tiene primero que encararse consigo misma. Nuestro problema, pues, es entonces éste: ¿qué es lo que causa confusión? ¿Por qué estamos confusos? Uno de los factores obvios es que hemos perdido la confianza en nosotros mismos, y por eso es que tenemos tantos dirigentes, tantos “gurús”, tantos libros sagrados que nos dicen lo que hay y lo que no hay que hacer. Hemos perdido la confianza en nosotros mismos. ¿Y qué entendéis por confianza en uno mismo? Es obvio que hay gente, los técnicos, que están llenos de confianza porque han logrado resultados. Entregad, por ejemplo, cualquier máquina a un mecánico de primera clase, y él la entenderá. Cuanta más técnica tengamos, más capaces seremos de habérnoslas con las cosas técnicas; pero eso, por cierto, no es confianza en uno mismo. No estamos usando la palabra “confianza” tal como se aplica a los asuntos técnicos. Cuando un profesor trata su materia, está lleno de confianza (por lo menos cuando no hay en el auditorio otros profesores); o un burócrata, un alto funcionario, se siente confiado porque ha alcanzado la cúspide de la escala en la técnica de la burocracia, y siempre puede ejercer su autoridad. Aunque esté equivocado, está lleno de confianza como un mecánico cuando le dais un motor que conoce perfectamente. Pero nosotros, por cierto, no nos referimos a esa clase de confianza -¿verdad?- porque no somos máquinas técnicas. No somos meras máquinas que hacen sonido de tictac según cierto ritmo, que giran a cierta velocidad marcando cierto número de revoluciones por minuto. Somos vida, no máquinas. Nos gustaría convertirnos en máquinas, porque entonces podríamos entendernos con nosotros mismos de un modo mecánico, reiterativo y automático; y eso es lo que queremos la mayoría de nosotros. Erigimos, por lo tanto, muros de resistencia, y nos fabricamos disciplinas, controles, carriles por los cuales nos deslizamos. Pero aún habiéndonos condicionado y colocado de tal suerte, habiéndonos vuelto tan automáticos y mecánicos, hay todavía una vitalidad que persigue diferentes cosas y engendra contradicciones. Nuestra dificultad, señores, es que somos flexibles, que estamos vivos, no muertos; y como la vida es tan veloz, tan sutil, tan incierta, no sabemos comprenderla y por eso hemos perdido confianza. La mayoría de nosotros posee educación técnica porque tenemos que ganarnos la vida; y la civilización moderna exige una técnica de más en más elevada. Pero con esa mente técnica, con esa capacidad técnica, no podéis seguiros a vosotros mismos porque sois demasiado veloces, más flexibles y complicados que la máquina; y así aprendéis a tener cada vez más confianza en la maquina y estáis perdiendo confianza en vosotros mismos, por lo cual los dirigentes se multiplican. Como lo he dicho, pues, una de las causas de confusión es esta falta de confianza en nosotros mismos. Cuanto más imitativos somos, menos confianza nos tenemos; y hemos hecho de la vida un cuaderno de deberes. Desde la primera infancia se nos dice lo que hay que hacer; tenemos que hacer esto, no tenemos que hacer aquello. ¿Qué esperáis, pues? ¿Y no debéis tener confianza a fin de descubrir? ¿No debéis acaso tener esa extraordinaria certeza interior, para saber qué es la verdad cuando os encontréis con ella?
De suerte que, habiendo hecho de la vida un proceso técnico, adaptándonos a determinada norma de acción ‑lo cual es mera técnica resulta natural que hayamos perdido la confianza en nosotros mismos, aumentando por consiguiente nuestra lucha íntima, nuestro íntimo dolor y confusión. Sólo por medio de la confianza en uno mismo puede disolverse la confusión, y esa confianza no puede ganarse por conducto de otra persona. Para vosotros mismos y por vosotros mismos tenéis que emprender el viaje del descubrimiento, y penetrar en el proceso de vosotros mismos a fin de comprenderlo. Esto no significa que os retiréis, que os mantengáis apartados. Por el contrario, señores; la confianza viene en el momento en que comprendéis, no lo que otros dicen, sino vuestros propios pensamientos y sentimientos, lo que ocurre en vosotros y en torno vuestro. Sin esa confianza que proviene de conocer vuestros propios pensamientos, sentimientos y experiencias ‑su verdad, su falsedad, su significación, lo absurdo de ellos- sin conocer eso, ¿cómo podéis despejar todo el campo de la contusión que sois vosotros mismos?
Comentario del auditorio: La confusión puede ser disipada siendo uno perceptivo.
Krishnamurti: Ud. dice, señor, que siendo uno perceptivo, siendo consciente de la confusión, esa confusión puede ser disipada. ¿Es así?
Comentado del auditorio: Sí, señor.
Krishnamurti: Por el momento no estamos discutiendo como disipar la confusión. Habiendo perdido la confianza en nosotros mismos, nuestro problema es el de recuperarla; si es que alguna vez la tuvimos. Porque es obvio que sin ese elemento de confianza seremos desviados por toda persona con quien nos encontremos; y eso, exactamente, es lo que sucede. ¿Cuál es la recta intención política, y habréis de conocerla? ¿No deberíais conocerlas? ¿No deberíais saber qué hay en ella de verdadera? Análogamente, ¿no es preciso que sepáis lo que hay de verdadero en toda la charlatanería de la religión? ¿Cómo habréis de descubrir lo que es verdadero entre todos los innumerables asertos del cristianismo, del hinduismo, del mahometismo, etc.? En esta espantosa confusión, ¿cómo habréis de descubrir? Para descubrir, es obvio que tenéis que estar en un gran aprieto, tenéis que estar ardiendo por saber lo que sois en vosotros mismos. ¿Os halléis en tal situación? ¿Estás ardiendo por descubrir la verdad sobre alguna cosa, ya sea sobre el comunismo, el fascismo o el capitalismo? Para descubrir lo que hay de verdadero en las diversas acciones políticas en los asertos y experiencias religiosas que tan fácilmente aceptáis; para descubrir la verdad acerca de todas esas cosas, ¿no es preciso que ardáis de deseo de conocer la verdad? Jamás aceptéis, por lo tanto, autoridad alguna. Después de todo, señor, la aceptación de la autoridad indica que la mente desea comodidad, seguridad. Una mente que busca seguridad, ya sea en un “gurú” o en un partido, político o de otra especie, una mente que busca protección, comodidad, jamás podrá encontrar la verdad, ni siquiera en las más pequeñas cosas de la existencia Así, pues, un hombre que desea esa creativa confianza en sí mismo, tiene evidentemente que arder de deseo de conocer la verdad acerca de todo, no acerca de los imperios o de la bomba atómica, que es un mero asunto técnico, sino en cuanto a nuestras relaciones humanas, a nuestro relación con los demás, y a nuestras relaciones con los bienes y las ideas. Si deseo saber la verdad empiezo a inquirir; y antes de que pueda conocer la verdad sobre cosa alguna debo tener confianza. Para tener confianza, debo inquirir en mí mismo, suprimir las causas que impiden a cada experiencia brindar su plena significación.
Comentario del auditorio: Nuestra mente es limitada. ¿Cómo puede salirse de este atolladero?
Krishnamurti: Ahora esperad un instante. Antes de que investiguemos cómo libertar a la mente, de su propio “condicionamiento”; que crea confusión, procuremos averiguar cómo descubrir la verdad sobre alguna cosa, no sobre las cosas técnicas, sino la verdad acerca de nosotros mismos en relación con algo, hasta en relación con la bomba atómica. ¿Entiende Ud. el problema, señor? No confiamos en nosotros mismos; en nosotros no hay confianza, esa cosa creadora que brinda sustento, vida, vitalidad, comprensión. La hemos perdido, o nunca la hemos tenido; y como no sabemos juzgar cosa alguna, hemos sido llevados aquí y empujados allá, sorprendidos, arreados en el terreno político, religioso y social. No sabemos, pero es difícil decir que no sabemos. La mayoría de nosotros cree que sí sabe, pero en realidad muy poco sabemos excepto de asuntos técnicos: dirigir un gobierno, manejar una máquina, o golpear al sirviente, a la esposa o a los hijos, o lo que sea. Pero no nos conocemos a nosotros mismos, hemos perdido esa capacidad. He empleado la palabra “perdido”, pero esa es probablemente una palabra equivocada, porque nunca la tuvimos. No conociéndonos a nosotros mismos, y queriendo sin embargo descubrir qué es la verdad, ¿cómo vamos a encontrarla? ¿Entiende Ud. la pregunta, señor? Me temo que no. 

Alguien quiere que hablemos de la reencarnación. Ahora bien, yo quiero conocer la verdad sobre la reencarnación, no lo que el Bhagavad Gita, Cristo o mi “gurú” favorito haya dicho. Quiero conocer la verdad acerca de esa cuestión. ¿Qué habré de hacer, por lo tanto, para saber la verdad al respecto? ¿Cuál es el primer requisito? No estar ansioso por aceptarla, ¿no es así? No debo dejarme persuadir por los hábiles argumentos o la personalidad de nadie, lo cual significa que no me satisface fácilmente el tranquilizador alivio que brinda la reencarnación. ¿No debo estar en esa posición? Es decir, yo no busco alivio; procuro descubrir lo que es verdadero. ¿Estáis vosotros en esa posición? Cuando buscáis confortación, por cierto, cualquiera puede persuadiros, y por lo tanto perdéis la confianza en vosotros mismos; mas cuando no buscáis confortación sino que deseáis conocer la verdad, cuando estáis completamente libres del deseo de refugiaros, entonces experimentaréis la verdad, y esa experiencia os dará confianza. Ese es, pues, el primer requisito, ¿no es cierto? Para conocer psicológicamente la verdad sobre algo, no podéis buscar confortación; porque, en el momento en que deseáis comodidad, seguridad, un abrigo en el que estáis protegidos, tendréis lo que deseáis, pero lo que tendréis no será la verdad. Os persuadirá por lo tanto otra persona que ofrezca mayor confortación, mayor seguridad; un refugio mejor; y así se os conduce de puerto en puerto, y por eso es que habéis perdido confianza. No tenéis confianza porque habéis sido llevados de un refugio a otro por vuestro propio deseo de estar cómodos, en seguridad. De suerte que un hombre que quiera buscar la verdad en la interrelación, tiene que estar libre del deseo de estar cómodo y en seguridad, deseo que destruye y limita. Es preciso que desaparezca ese temor que uno tiene de perderse psicológicamente. Sólo entonces podéis hallar la verdad sobre la reencarnación o sobre cualquiera otra cosa, porque entonces buscáis la verdad, no la seguridad. Y la verdad os revelará lo que es justo, y por lo tanto tendréis confianza. ¿No es más importante, señor, descubrir la verdad que creer que hay o que no hay continuidad? Así está la cuestión, ¿no es así? Si yo quiero conocer la verdad, me encuentro en situación de no ser fácilmente persuadido.
Comentario del auditorio: Cuando hicimos la pregunta acerca de la reencarnación, queríamos que se nos reafirmase que la reencarnación existe; no deseábamos conocer la verdad ni nada de eso.
Krishnamurti: Por supuesto que queráis saber si existe la reencarnación, si la reencarnación es un hecho, pero no deseáis saber la verdad al respecto: y yo quiero conocer la verdad sobre la reencarnación, no el hecho. Podrá o no ser un hecho. No sé si la distinción es clara.
Comentario del auditorio: No es clara. 
Krishnamurti: Está bien, señor: Discutamos eso. Cuando formulamos la pregunta sobre la reencarnación, es para que se nos asegure que hay reencarnación. En otros términos: formulamos la pregunta en un estado de ansiedad de anhelo de que la reencarnación exista, y estando ansiosos, escuchamos con mente predispuesta. No deseamos hallar la real verdad al respecto; sólo deseamos que se nos asegure que tal cosa ‑la reencarnación- existe. ¿Queréis saber si hay tal cosa ‑la reencarnación- o queréis conocer la verdad? ¿Estáis ansiosos de que haya reencarnación, o buscáis descubrir la verdad, sea ella lo que fuere?
Comentario del auditorio: Ambas cosas.
Krishnamurti: No podéis hacer ambas cosas. O queréis saber la verdad acerca de la reencarnación o deseáis que se os asegure que hay reencarnación. ¿De cuál de esas cosas se trata? Seamos muy claros sobre este punto. Si estoy ansioso por saber si hay o no hay reencarnación, ¿a qué móvil obedece esa pregunta?
Comentario del auditorio: El móvil es bien claro, me parece.
Krishnamurti: ¿Cuál es, señor?
Comentario del auditorio: El móvil es que la vida comienza en cierta etapa y termina en cierta etapa.
Krishnamurti: ¿Lo cual qué significa?
Comentario del auditorio: Significa que el objeto se comprende, y la meta se alcanza o no se alcanza.
Krishnamurti: ¿Está Ud. ansioso cuando dice que la vida es limitada?
Comentario del auditorio: Yo no dije que la vida es limitada.
Krishnamurti: Dijo Ud. que empieza en cierto punto y termina en cierto punto.
Comentario del auditorio: Con eso quiero dar a entender el nacimiento y la muerte.
Krishnamurti: La vida que transcurre entre el nacimiento y la muerte. Es limitada.
Comentario del auditorio: Sí.
Krishnamurti: Cuando Ud. pregunta si hay reencarnación, ¿se halla Ud. en un estado de espíritu en que se la desea?
Comentario del auditorio: Me encuentro en estado de investigación.
Krishnamurti: ¿Es Ud. creyente?
Comentario del auditorio: Investigador, buscador.
Krishnamurti: Si yo busco, ¿cuál es el estado de mi mente? ¿Qué es lo que me induce a buscar?
Comentario del auditorio: No entiendo, señor
Krishnamurti: ¿Qué es lo que me induce a buscar?
Comentario del Auditorio: Deseamos saber la verdad.
Krishnamurti: No estáis ansiosos, por lo tanto.
Comentario del auditorio: No existe móvil alguno; sólo hay ansiedad.
Krishnamurti: ¿De modo que Ud. dice que está ansioso?
Comentario del auditorio: Todo el mundo lo está.
Krishnamurti: Por lo tanto Ud. no busca la verdad. No está pasivo.
Comentario del auditorio: Busco por ansia de conocer la verdad.
Krishnamurti: ¿Es así, señor? ¿Con respecto a qué está Ud. ansioso?
Comentario del auditorio: No estoy ansioso con respecto a nada. Yo encaro esto desde un punto de vista académico tan sólo.
Krishnamurti: O discutimos de un modo puramente académico, superficial, o lo hacemos con toda seriedad.
Comentario del auditorio: Ciertamente.
Krishnamurti: Yo no digo que sois superficiales; pero, por cierto, tenemos que saber si sólo discutimos por curiosidad. Si es así, ello nos llevará en una dirección, y si discutimos para descubrir la verdad, entonces nos llevará en otra dirección. ¿En cuál? Como lo he dicho esta tarde desde el comienzo, si sólo discutimos como en un club de entretenimiento intelectual, me temo que no tomaré parte, porque esa no es mi intención: pero si buscamos para encontrar la verdad acerca de algo, es decir, de nuestra interrelación entonces discutamos. 
Ahora bien, si hago preguntas sobre reencarnación porque estoy ansioso, esa ansiedad se produce sin duda porque temo a la muerte, temo llegar al fin no alcanzar mi realización, no ver a mis amigos, no terminar mi libro, y todo lo demás. Es decir, mi investigación se basa en el temor; y a causa de ello el temor dictará la respuesta, el temor determinará lo que ha de ser la verdad. Pero si no tengo miedo y busco la verdad de lo que es, entonces la reencarnación tiene diferente sentido. De suerte que interiormente, psicológicamente, tenemos que ser muy claros respecto de qué es lo que buscamos. ¿Buscamos la verdad acerca de la reencarnación, o buscamos la reencarnación por el ansia que sentimos? 
Comentario del auditorio: No creo que haya mucha diferencia entre ambas cosas. Yo estoy buscando.
Comentario del auditorio: Creo que él usó la palabra “ansiedad” en el sentido de “seriedad”.
Krishnamurti: Es obvio que si buscáis por ansiedad, tenéis un prejuicio en favor de cierta respuesta que os aliviará de esa ansiedad: y por lo tanto no podéis encontrar la verdad. Puedo deciros honestamente que no estoy en favor de esto ni de aquello. Quiero conocer la verdad. La cuestión se me ocurrió cuando debatíamos el tema.
Comentario del auditorio: ¿Por qué se le ocurrió?
Krishnamurti: No puedo explicar. A vosotros os toca explicarlo. Por lo general la gente hace preguntas sobre la reencarnación a fin de que se le asegure que existe tal cosa.
Comentario del auditorio: No todos. Es muy raro que alguien pregunte sobre reencarnación nada más que para saber la verdad.
Comentario del auditorio: Podéis comprender, naturalmente, que el tema me interesa muchísimo.
Krishnamurti: Muy bien. Por el momento no voy a contestar su pregunta. Estamos discutiendo en general. ¿Nuestro enfoque es fruto de la ansiedad, del temor, o es que, sin tener miedo, deseamos saber? Porque los resultados de nuestra investigación serán diferentes en uno y otro caso. Como lo ha señalado uno de vosotros, o bien estoy ansioso por saber, y por lo tanto mi ansiedad habrá de matizar lo que es, o quiero saber y no temo, quiero conocer la verdad acerca de la continuidad, independientemente de mis gustos y aversiones, temores y ansiedades. Quiero conocer lo que es. Ahora bien, la mayoría de nosotros somos una mezcla de ambas cosas, ¿no es así? Cuando mi hijo muere siento ansiedad, me consume la pena, la soledad, y quiero saber. Entonces mis indagaciones se basan en la ansiedad. Pero el sentarse a discutir en este salón y decir de un modo casual, “bueno, me agradaría saber”, no habiendo crisis alguna -¿es de una mente capaz de conocer? No hay duda de que sólo podéis hallar la verdad en una crisis, no alejados de la crisis. Es entonces que tendréis que inquirir, no cuando decís casualmente “discutamos si existe o no existe la verdad”. ¿No es así? Cuando mi hijo muere, lo que yo quiero saber no es si vive, sino la verdad acerca de la continuidad lo cual significa que estoy dispuesto a comprender la cuestión. ¿No es eso lo que ello implica? He perdido a mi hijo, y deseo saber qué es lo que me hace sufrir, y si el sufrimiento tiene fin. Es, pues, únicamente en ese momento de crisis, cuando me hallo apremiado, que encontraré la verdad, si es que quiero conocer la verdad. Pero en el momento de la crisis, en el instante del apremio lo que deseamos es consuelo, alivio apoyar la cabeza en el regazo de alguien; en momentos de ansiedad deseamos que se nos arrulle y adormezca. Y yo digo por el contrario, que el momento de la ansiedad es el buen momento para inquirir y hallar la verdad. Cuando deseo ser confortado en el momento de una crisis, yo no investigo. Tengo, por consiguiente, que conocer el estado de mi propio ser, de mi ser psicológico o espiritual; tengo que saber en qué estado me encuentro, antes de poder inquirir y descubrir lo que es la verdad.
La mayoría de nosotros, señor, atravesamos una crisis: con motivo de la guerra, de un empleo, de la fuga de nuestra esposa con alguien. Hay crisis en torno nuestro y en nosotros constantemente, lo admitamos o no; ¿y no es ese el momento de investigar, en vez de esperar hasta el último momento, cuando se nos arroje la bomba? Porque, aunque lo neguemos, estamos en crisis de instante en instante, en lo político, en lo psicológico, en lo económico. Hay intenso apremio en todo instante; ¿y no es esta la oportunidad para descubrir? ¿No nos hallamos en un momento así? Si decís “yo no atravieso por ninguna crisis; sólo me siento a contemplar la vida”, ello es simplemente eludir el problema, ¿verdad? ¿Está alguno de nosotros en esa situación? Tal no es, por cierto, el caso de ninguna persona. Tenemos una crisis tras otra, pero nos hemos vuelto insensibles, despreocupados, indiferentes; y nuestra dificultad estriba -¿no es así?- en que no sabemos hacer frente a las crisis. ¿Habremos de hacerles frente con ansiedad, o habremos de inquirir y así encontrar la verdad a su respecto? La mayoría de nosotros hacemos frente a la crisis con ansiedad; y sintiéndonos cansados, decimos: “¿Quiere Ud. por favor resolver este problema?” Cuando conversamos, buscamos una respuesta y no la comprensión del problema. De un modo análogo, al discutir la cuestión de la reencarnación el problema de si hay o no hay continuidad, y lo que entendemos por continuidad y por muerte, para comprender tal problema ‑el de la continuidad o Lo continuidad- no debemos buscar una respuesta alejada del problema. Debemos comprender el problema mismo, cosa que discutiremos en otra reunión porque hoy casi no nos queda tiempo.
Lo que yo sostengo es que tiene que haber confianza en uno mismo; y he explicado suficientemente lo que entiendo por confianza en uno mismo. No es la confianza que os da la capacidad técnica, el conocimiento técnico, la educación técnica. La confianza que nos viene con el conocimiento propio es enteramente diferente de la confianza que da la agresividad y la habilidad técnica; y esa confianza nacida del conocimiento propio es esencial para disipar la confusión en que vivimos. Es obvio que esta confianza en vosotros mismos no puede dárosla otra persona, porque lo que otro os da es mera técnica. Esa confianza creativa en la que entra el júbilo de descubrir, el deleite de la comprensión, sólo puede surgir cuando me comprendo a mí mismo, el proceso total de mí mismo; y el comprenderse uno mismo no es asunto muy complejo, pues uno puede empezar en cualquier nivel de la conciencia. Pero, como lo dije el domingo pasado, para tener esa confianza debe existir la intención de conocerse uno mismo. Entonces no se me persuade fácilmente; todo lo que se refiere a mí mismo quiero conocerlo, por lo que me abro a todas las intimaciones que me conciernen, provengan ellas de otra persona o de mi fuero interior. Estoy abierto a lo consciente y a lo inconsciente de mí ser íntimo, abierto a todos los pensamientos y sentimientos que constantemente se mueven, apremian, surgen y se desvanecen dentro de mí mismo. Ese es, por cierto, el modo de tener tal confianza: conocerse uno mismo completamente, sea lo que uno fuere, y no perseguir un ideal de lo que uno debería ser, o suponer que uno es esto o aquello, cosa realmente absurda. Es absurdo porque entonces no hacéis más que aceptar una idea preconcebida, propia o ajena, de lo que sois o desearíais ser. Mas para comprenderos a vosotros mismos tal cuales sois, tenéis que ser voluntariamente abiertos, espontáneamente vulnerables a todas las intimaciones de vosotros mismos; y a medida que empecéis a comprender el flujo, el movimiento, la rapidez de vuestra propia mente, veréis que la confianza surge de esa comprensión. No es la confianza agresiva, brutal, asertiva, sino la confianza del que sabe lo que ocurre en sí mismo. Sin esa confianza, por cierto, no podéis disipar la confusión; y sin disipar la confusión dentro de vosotros y en torno vuestro, ¿cómo es posible que encontréis la verdad acerca de ninguna relación?
Para descubrir, pues, lo que es verdadero, o cuál es el objeto de la vida, o para descubrir la verdad sobre la reencarnación o cualquier problema humano, el investigador que exige la verdad, que quiere conocer la verdad, tiene que ser muy claro en lo que atañe a sus intenciones. Si sus intenciones son de buscar seguridad, confortación, entonces, evidentemente, él no desea la verdad; porque la verdad podrá ser una de las cosas más desoladoras y afligentes. El hombre que busca confortación no quiere la verdad: sólo desea seguridad, protección, un refugio en el que no sea perturbado. Pero el hombre que busca la verdad debe abrir la puerta a la perturbación, a las tribulaciones; porque es sólo en momentos de crisis que hay vigilancia, desvelo, acción. Sólo entonces se descubre y se comprende lo que es.

Julio 18 de 1948.

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